La casa de mi padre, de Pablo Acosta (H&O) | por Gema Monlleó
“He venido a reconstruir piedra por piedra esa ciudad en mi mente”
Justine, D.H. Lawrence
Comienzo La casa de mi padre (primera novela de Pablo Acosta) atraída por una primera frase que me descoloca: “Esto no es un libro, es una casa”. El plano de la cubierta, que se reproduce una y otra vez a lo largo del libro con diferentes estancias marcadas, parece dar veracidad a esta afirmación sorprendente. Y sí, si la literatura es construir sobre la realidad, ciertamente esto es una casa, no un libro. De hecho, no es ni siquiera una casa. Es un palacio. Es EL palacio. Es un palacio para el rey de la casa, designación comúnmente atribuida a los hijos pero que en esta ocasión se refiere al padre.
La casa de mi padre es una gran matrioshka en la que conviven una realidad pasada y recordada, una realidad pasada y reconstruida, un presente múltiple: el de hoy y el del hoy que está siendo revivido, un enjambre de sueños (transformación orlandiana) que sugiere otra(s) realidad(es), y un pequeño submundo hecho con notas a pie de página (en las que el autor se explica a sí mismo: “me gustaría escribir mi voz cuando te llamaba”). Cada muñeca viste su traje, se dirige a un interlocutor u otro (nosotros, lectores o tú, padre) y conforma los colores de un cuadro pollockiano como el que está colgado en el pasillo (“Trazos muy ocres, marronáceos y negros entrecruzados, óleo extendido con espátula, grumos tocados con el pincel hasta crear una superficie tremebunda”). La casa de mi padre narra, describe y reescribe interpelando a todas las ausencias del padre ya muerto.
¿No hay trama? Sí hay trama. ¿No hay personajes? Sí hay personajes (principales y secundarios, ¡y menudo secundario el amigo pincha-ojos del padre!). ¿No hay desenlace? Sí hay desenlace. Novela que juega al equívoco de no ser novela siéndolo. Acosta propone un paseo por la casa en un intento reparador de habitarla de nuevo de manera distinta a cómo él vivió allí (de niño, de adolescente hijo de padres separados, de joven antes de mudarse de ciudad).
La casa que habitaremos (porque el autor nos invita a entrar: “pongamos la mano en el pomo, intentemos prever ya cómo huele, pues los olores os llegarán, os lo aseguro”) durante la lectura del libro es el ático que compraron sus padres en La Laguna y que su padre siguió habitando tras el divorcio (“incluso desde aquí fuera ya puedo oler a mi padre. Él está ahí dentro, siempre lo estuvo y espero que cuando acabe esto quede ahí para siempre”). La casa, a modo de la Casa tomada de Cortázar, es un organismo vivo con estancias que palpitan y/o agonizan, una “casa de la memoria”, un espacio litúrgico del que apostatar o con el que convertirse.
La casa-novela se inicia con una Apertura (según la quinta acepción de la RAE “Acto solemne de sacar de su pliego un testamento”) en la que el autor se dirige a su padre (“Hay dos cosas que me repito de ti y que transcribo constantemente en estas hojas que no son ni siquiera hojas. Tu barba, que era lo que te hacía hombre (…), y tu casa, donde viví contigo”), para proseguir su paseo por la casa con en el oscilante díptico de interlocutores ya mencionado.
Acosta decide en qué estancias entrar y en cuales no según la importancia de las mismas en el pasado y sobre todo según la significación que quiere darles en la foto fija de su ahora-futuro. El leit motiv es la modificación de lo no-resuelto, lo vivido con dolor, lo casi imposible de aceptar: “En la casa de mi padre hay lugares que no importan nada o lugares densos, mares en los que cada vez buceas más hondo, y no quieres, y la cabeza te va a reventar. Son los lugares en los que pasaron cosas y que están impregnados de sentido”. El dormitorio del padre (en el que este escribía sus “iluminaciones súbitas” en un cuaderno que su tío destruyó: “Me dijeron que estaba en tu mesilla, que escribías en duermevela, enfebrecido, los demonios que te brotaban por el pecho” -un juego del “Me dijeron” que se repite en otros momentos a la manera de los “Me acuerdo” de Perec y Brainard-); el cuarto del hijo al que se llega dejando atrás la colección de mariposas del pasillo (¿Nabokov?) y que terminó siendo la habitación de todo tipo de invitados (amigos y amantes: “una pandilla de cincuentones que juntos parecían un grupo de marionetas despeinadas”); el salón y su terraza, a los que se llega tras atravesar otro tramo del pasillo decorado a la manera de la Rothko Chapel (“los cuadros colgados hasta el salón se alinean como piscinas negras”) y donde Acosta nos propone una catarsis aderezada en alcohol mientras recuerda los escritos con los que se inició este libro (“esas páginas estaban llenas de ira y de una incomprensión que deseaba saber (…) por qué vivió así”) y los sueños que con el tiempo se han ido espaciando y ya no duelen (“Me desasosiegan, claro, y los sigo escribiendo, pero ya no busco que signifiquen cosas demasiado profundas. Significan que mi padre sigue ahí, vistiéndose de jeque árabe y fumando tabaco negro, que no se irá nunca, y que me recuerda que nunca sabré: no sólo sobre él, sino sobre todo lo pasado”); y especialmente el estudio, la “caverna” más importante de la casa, allí donde la presencia y el recuerdo del padre están más fijos, donde se esconde un revólver tras la enciclopedia, donde las versiones oníricas de su muerte se han sucedido (“mi padre en el estudio, clavado entre dos tablas del suelo, con esos labios entreabiertos por los que le brota un grave murmullo constante, ya sin palabras que tener que articular, sino solo allí pendiente y goteando, en su estudio, para siempre”), donde Acosta encaja recuerdos escritos “como cuñas entre los libros de su biblioteca” (Jack London, Cortázar, Breton, Kafka, Mishima -¿un harakiri por mano interpuesta?-, Lovecraft) , como si de un muro-de-las-lamentaciones se tratase, en un definitivo intento por sostenerle la mirada “mi padre murmurará como una flor torcida en su delirio sostenido, abrazándose, y yo así podré mirarlo”.
Recorrido y reconstrucción (“Mi padre es su palacio. Y el palacio es este que estamos construyendo”), habitar-vivir-morar la casa a través de las nuevas palabras, del relato escogido para la (auto)expiación final (“Si cierro ahora los ojos ya veo nuestro palacio alzándose en el vacío: exento, soberbio, hecho tan solo de palabras, y me repito, apretándome la cara contra las manos, que al fin puedo dejar atrás la casa de mi padre”), de una nueva mitología creada para ambos (“se fosilizan algunas anécdotas y olvido tantas otras”). Alegoría elegíaca en la que hasta los epígrafes con los que se inicia el libro descubrimos que son regalos del padre al hijo (una canción del disco Disintegration de The Cure y una cita de Justine de D.H. Lawrence, novela en la que el padre escribió a modo de ¿profecía?: “Es sólo cuestión de tiempo, amigo mío. Suerte”), cosmología acostiana en la que lo no-explicado se hace sutil y veladamente explícito (“llegan ruidos desde el pasillo. ¿Un grito entre puños mordidos? ¿Golpes secos? No, en esta casa de mi padre eso no puede ocurrir”, “las venas abiertas de tu novia”). Pero este es el poder de la literatura: escoger el relato.
La casa de mi padre es un personalísimo diario de duelo aderezado con notas de la kafkiana Carta al padre. Es un (re)matar al padre terapéutico, es un sobrevivirlo dándole un lugar en el que las preguntas no duelan tanto, es una aceptación de lo-que-no-sé-y-ya-no-importa, es una magdalena proustiana en El tiempo recobrado (“volumen violáceo, un libro de bolsillo como de cuarta mano, con el lomo roto y los pliegos sueltos” en el dormitorio del padre). Acosta-MaryShelley crea su propia Criatura, Acosta-ConanDoyle resucita tras la cascada de recuerdos a su padre-Sherlock modificando el pasado y el futuro. Acosta, como los ángeles, sube y baja por la escalera de Jacob y deja abierta la puerta para que su padre (y nosotros) le acompañe(mos).